Abandono la habitación de mi padre para respirar el frío aire de la mañana y ver
el anaranjado amanecer sobre el Nordeste de la ciudad. Antes de salir al
exterior, por los pasillos, me empapa el olor especial que se respira en todo el
Pabellón; huele a una mezcla de hospital, jabón y heces, enfermedad y un
ingrediente más que, en principio, no identificas pero que luego reconoces…
huele a dolor. El dolor físico aquí es importante y los médicos lo miden todos
los días en sus pacientes en una escala del 0 al 10. Y su olor te inunda el
paladar, se puede respirar, se mastica, se palpa, y ¡hasta se puede ver!
Saludo a Tere, la jefa de enfermeras, quien junto a las demás enfermeras y Auxiliares que trabajan aquí forman un grupo de gente con una personalidad muy especial. Viven todos los días al lado de la muerte y pasan situaciones de una tragedia y penosidad indescriptibles y por ello saben valorar la muerte mejor que nadie y, en consecuencia, también… la vida; viven la vida mucho más intensamente que cualquiera de nosotros.
Salgo por la puerta trasera para escapar cinco minutos a fumar
un cigarro detrás de la capilla situada al lado del Pabellón donde los guardas
del hospital nos dejan fumar a los familiares de enfermos terminales pues saben
que no podemos alejarnos de nuestro familiar mucho tiempo ya que requieren
atención constante. No es casualidad que la capilla esté situada a continuación
del Pabellón; el sacerdote tiene trabajo asegurado todos los días; y supongo que
de ser posible a continuación de la capilla habrían situado un Tanatorio, y a
continuación del Tanatorio tal vez el Purgatorio; y a su continuación… el cielo
y el infierno. Dios y Satán son nombrados e increpados aquí varias docenas de
veces al día…
Los familiares de los ingresados que fumamos nos conocemos
todos pero no sabemos nuestros nombres, y nos reconocemos y llamamos por el
número de la habitación del afectado; “el de la 17”, “el de la 19”, “la
de la 21”…Tras la capilla me encuentro los ojos enrojecidos del padre del de la
17 quién hace unos días me contaba la tragedia de su hijo. Ingeniero, recién
Licenciado, con trabajo y a punto de casarse sintió un mareo que le hizo perder
el conocimiento; el tumor que presionaba la yugular y que le causó la perdida de
oxígeno al cerebro ya estaba extendido desde hacía varios meses por todo el
cuerpo y hasta aquél entonces no había percibido ningún síntoma. “¿Por qué no me
habrá tocado a mí esto en lugar de a él?”, se preguntaba abrazado a mi llorando,
“yo ya lo tengo todo hecho, y a él le quedaba tanto por vivir…” “¿Cómo está tu
padre esta mañana?”, me pregunta. “Hoy un cuatro”, le respondo en la misma
escala que miden los médicos el dolor, “¿Tú hijo?”, le pregunto. “Un siete”, me responde con
tristeza…
Apuro rápidamente el cigarro que es consumido en su totalidad
en apenas dos minutos; mi padre me puede necesitar… Al regresar a la habitación
enfermeras y auxiliares se afanan en recoger y limpiar la habitación 21. Algo
ocurre por las noches a los enfermos oncológicos en peor estado, empeoran
notablemente o les sube una fiebre que puede ser letal. El de la 21, la noche
anterior, cuando los más afectados comenzaban a aullar de dolor, regresó de
radioterapia vomitando sangre. Unos metros más allá de la entrada a la
habitación “el hombre del traje negro”, impecablemente uniformado, habla
pausadamente con la hija del de la 21. Cruzo una mirada vidriosa con ella que lo
dice todo y no dice nada mientras un escalofrío intenso, como un relámpago, me
recorre la espalda y la piel se me pone de gallina. Indiscutiblemente… en el
Pabellón del Cáncer… también huele… a muerte…
Nota: Después de reiterados y largos ingresos en el
Pabellón y tras año y medio de lucha contra el dolor y el cáncer, mi padre
falleció el 21 de Enero de 2014. Para muchos fue solo un hombre más, para
bastantes... un buen hombre, para mi y para mis hermanos… el mejor padre! (Gracias
papá por todo lo bueno que hay en mi).